9.27.2011

Mi último suspiro (algunos fragmentos)

Amor, amores

Un extraño suicidio que se produjo en Madrid hacia 1920, cuando yo vivía en la Residencia, me fascinó durante mucho tiempo. En un barrio que se llamaba Amaniel, un estudiante y su novia se dieron muerte en el jardín de un restaurante. Se sabía que estaban apasionantemente enamorados el uno del otro. Sus familias, que se conocían, mantenían excelentes relaciones. Cuando se le practicó la autopsia a la muchacha, se descubrió que era virgen.
En apariencia, no existía ningún problema, ningún obstáculo para la unión de aquellos dos jóvenes, “los amantes de Amaniel”. Se disponían a casarse. Entonces ¿por qué aquel doble suicidio? No aportaré gran luz sobre este misterio. Pero acaso un amor apasionado, sublime, que alcanza el nivel más elevado de la llama, es incompatible con la vida. Es demasiado grande, demasiado fuerte para ella. Sólo la muerte puede acogerlo.
A lo largo de este libro, hablo aquí y allí del amor y de los amores que forman parte de toda existencia. En mi infancia, conocí los sentimientos amorosos más intensos, ajenos a toda atracción sexual, hacia niñas de mi edad, y también hacia niños. Mi alma de niña y niño, como decía Lorca. Se trataba de un amor platónico en estado puro. Me sentía enamorado a la manera como un fervoroso monje puede amar a la Virgen María. La sola idea de que yo podía tocar el sexo de una muchacha, o sus senos, o sentir su lengua contra la mía, me repugnaba.
Estos amores románticos duraron hasta mi iniciación sexual –que se realizó con toda normalidad en un burdel de Zaragoza- y dejaron paso a los deseos sexuales habituales, pero sin desaparecer nunca por entero.
Con bastante frecuencia, he sostenido relaciones platónicas con mujeres de las que me sentía enamorado. A veces, estos sentimientos surgidos del corazón se mezclaban con pensamientos eróticos, pero no siempre.

(...) En la época de nuestra juventud, el amor nos parecía un sentimiento poderoso, capaz de transformar una vida. El deseo sexual, que le era inseparable, se acompañaba de un espíritu de aproximación, de conquista y de participación que debía elevarnos por encima de lo meramente material y hacernos capaces de grandes cosas.
Una de las encuestas de los surrealistas más célebres comenzaba con esta pregunta: “¿Qué esperanza pone usted en el amor?” Yo respondí: “Si amo, toda la esperanza. Si no amo, ninguna”. Amar nos parecía indispensable para la vida, para toda acción, para todo pensamiento, para toda búsqueda.
Hoy, si he de dar crédito a lo que me dicen, ocurre con el amor como con la fe en Dios. Tiene tendencia a desaparecer, al menos en ciertos medios. Se le suele considerar como un fenómeno histórico, como una ilusión cultural. Se le estudia, se le analiza..., y, si es posible, se le cura.
Yo protesto. No hemos sido víctimas de una ilusión. Aunque a algunos les resulte difícil creer, hemos amado verdaderamente.

El canto del cisne

(...) Hasta los setenta y cinco años no he detestado la vejez. Incluso encontraba en ella una cierta satisfacción, una calma nueva y apreciable como una liberación la desaparición del deseo sexual y de todos los demás deseos. No ambiciono nada, ni una casa a orillas del mar, ni un “Rolls Royce” ni, sobre todo, objetos de arte. Me digo, renegando de los gritos de mi juventud: “¡Abajo el amor desenfrenado! ¡Viva la amistad!”
Hasta los setenta y cinco años cuando veía a un hombre muy viejo y muy débil en la calle o en el vestíbulo de un hotel, decía al amigo que se encontraba conmigo: “¿Has visto a Buñuel? ¡Increíble! ¡El año pasado estaba todavía tan fuerte! ¡Qué ruina!” Leía y releía La vejez, de Simone de Beauvoir, libro que me parece admirable. Por pudor de la edad, no me exhibía en traje de baño en las piscinas, viajaba cada vez menos, pero mi vida se mantenía activa y equilibrada. Hice mi última película a los setenta y siete años.
Después, en los cinco últimos años, ha empezado verdaderamente la vejez. Me han afectado diversas afecciones, sin gravedad extrema. He empezado a quejarme de las piernas, antaño tan fuertes, luego de los ojos e, incluso, de la cabeza (olvidos frecuentes, falta de coordinación). (...) Mi salud se ve rodeada de amenazas. Y soy consciente de mi decrepitud.
Puedo establecer fácilmente mi diagnóstico. Soy viejo, ésa es mi principal enfermedad. Sólo me siento bien en mi casa, fiel a mi rutina cotidiana. Me levanto, tomo un café, hago media hora de ejercicio, me lavo, tomo otro café mientras como alguna cosa. Son las nueve y media o las diez. Salgo a dar una vuelta la manzana, y luego me aburro hasta el mediodía. Mis ojos son débiles. No puedo leer más que con una lupa y una iluminación especial, lo que me fatiga muy pronto. Mi sordera me impide desde hace tiempo escuchar música. Entonces espero, reflexiono, recuerdo, animado de una loca impaciencia, echando frecuentes miradas al reloj.
(...)
Desde hace algún tiempo, apunto en un cuaderno los nombres de mis amigos desaparecidos. Llamo a ese cuaderno El libro de los muertos. Lo hojeo con bastante frecuencia. Contiene centenares de nombres, unos al lado de los otros, por orden alfabético. Solamente anoto los nombres de aquellos con los que he tenido, aunque sólo fuera una vez, un verdadero contacto humano, y los miembros del grupo surrealista están marcados con una cruz roja. 1977-1978 fue para el grupo un año fatal: Man Ray, Calder, Max Ernst y Prévert desaparecieron en pocos meses.
(...)
Hace tiempo que el pensamiento de la muerte me es familiar. Desde los esqueletos paseados por las calles de Calanda en las procesiones de Semana Santa, la muerte forma parte de mi vida. Nunca he querido ignorarla, negarla. Pero no hay gran cosa que decir de la muerte cuando se es ateo como yo. Habrá que morir con el misterio. A veces me digo que quisiera saber, pero saber ¿qué? No se sabe ni durante, ni después. Después de todo, la nada. Nada nos espera, sino la podredumbre, el olor dulzón de la eternidad. Tal vez me haga incinerar para evitar eso.
Sin embargo, me interrogo sobre la forma de esta muerte.
A veces, por simple afán de distracción, pienso en nuestro viejo infierno. Se sabe que las llamas y los tridentes han desaparecido y que, para los teólogos modernos, no es más que la simple privación de la luz divina. Me veo flotando en una oscuridad eterna, con mi cuerpo, con todas mis fibras, que me serán necesarias para la resurrección final. De pronto, otro cuerpo choca conmigo en los espacios infernales. Se trata de un siamés muerto hace dos mil años al caer de un cocotero. Se aleja en las tinieblas. Transcurren millones de años, y, luego, siento otro golpe en la espalda. Es una cantinera de Napoléon. Y así sucesivamente. Me dejo llevar durante algunos momentos por las angustiosas tinieblas de este nuevo infierno, y luego vuelvo a la Tierra, donde estoy todavía.
Sin ilusión sobre la muerte, a veces me interrogo, no obstante, por las formas que puede adoptar. Me digo a veces que una muerte repentina es admirable, como la de mi amigo Max Aub, que murió de pronto mientras jugaba a las cartas. Pero de ordinario, mis preferencias se dirigen a una muerte más lenta, más esperada, permitiendo saludar por última vez a toda la vida que hemos conocido. Desde hace varios años, cada vez que abandono un lugar que conozco bien, donde he vivido y trabajado, que ha formado parte de mí mismo, como París, Madrid, Toledo, EL Paular, San José de Purúa, me detengo un instante para decir adiós a ese lugar. Me dirijo a él, digo, por ejemplo: “Adiós, San José. Aquí conocí momentos felices. Sin ti, mi vida hubiera sido diferente. Ahora me voy, no te volveré a ver, tú continuarás sin mí, te digo adiós”. Digo adiós a todo, a las montañas, a la fuente, a los árboles y a las ranas.
Claro está que a veces regreso a un lugar del que ya me he despedido. Pero no importa. Al marcharme, lo saludo por segunda vez.

Así es como quisiera morir, sabiendo que, esta vez, no volveré.

(...) Al aproximarse mi último suspiro, imagino con frecuencia una última broma. Hago llamar a aquellos de mis viejos amigos que son ateos convencidos como yo. Entristecidos, se colocan alrededor de mi lecho. Llega entonces un sacerdote al que yo he mandado llamar. Con gran escándalo de mis amigos, me confieso, pido la absolución de todos mis pecados y recibo la Extremaunción. Después de lo cual, me vuelvo y muero.

Una cosa lamento: no saber lo que va a pasar. Abandonar el mundo en pleno movimiento, como en medio de un folletín. Yo creo que esta curiosidad por lo que suceda después de la muerte no existía antaño, o existía menos, en un mundo que cambiaba apenas. Una confesión: pese a mi odio a la información, me gustaría poder levantarme de entre los muertos cada diez años, llegarme hasta un quiosco y comprar varios periódicos. No pediría nada más. Con mis periódicos bajo el brazo, rozando las paredes, regresaría al cementerio y leería los desastres del mundo antes de volverme a dormir, satisfecho, en el refugio tranquilizador de la tumba.


Luis Buñuel: Mi último suspiro (Memorias), Barcelona, 1982

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